Estilo de vida,Sin categoría

Un flâneur en la CDMX: celebrar a la ciudad perdiéndonos en ella

Por Pablo Íñigo Argüelles

Caminar sin rumbo es uno de los mejores placeres de la vida, y para nombrar esa actividad hay una palabra (que es también una de mis favoritas): flâneur. El flâneur camina siempre a la expectativa de lo que la ciudad, como el ser vivo que es, guarda en sus fachadas, calzadas, olores y estruendos, para […]

© Pablo Íñigo Argüelles y María Prieto (Proyecto Análogo)

Caminar sin rumbo es uno de los mejores placeres de la vida, y para nombrar esa actividad hay una palabra (que es también una de mis favoritas): flâneur. El flâneur camina siempre a la expectativa de lo que la ciudad, como el ser vivo que es, guarda en sus fachadas, calzadas, olores y estruendos, para así alimentar todos sus sentidos.


Contrario a lo que muchas personas han dicho sobre esta figura (que definió Charles Baudelaire casi al mismo tiempo en que nacía la idea de las ciudades modernas en el siglo XIX), el flâneur no pierde su tiempo, sino que respira y camina apasionadamente por una ciudad que vuelve su lienzo, como si de ello dependiera su vida: un flâneur, para encerrarlo todo, necesita tanto de la ciudad como ella lo necesita a él.

 

En la cultura popular podemos detectar a este ser en tramas memorables: Ciudad de cristal, novela del neoyorquino Paul Auster, es un homenaje detectivesco al acto de perderse caminando en la ciudad; en incontables textos de Jorge Ibargüengoitia, el acto de caminar (ya sea por París o Coyoacán) es el hilo con el que teje su prosa; en la música popular, el “big man” que camina por Mulberry Street de Billy Joel, el extraño de Charly García que descubre Manhattan o el narrador de Me and Julio down by the school yard de Paul Simon (que va sin saber a dónde, pero va) son una perfecta idealización de ese ente urbano que no solo es testigo, sino parte fundamental de la ciudad que habita.

Pensemos, ahora, en la CDMX: caminar por ella es una tarea de lo más impredecible. Salvo ciertas zonas de la ciudad cuya homogeneidad ha alterado el paisaje y la forma de habitarlas, la CDMX ofrece una serie de sorpresas inagotables. Me gusta, por ejemplo, pensar en cómo las banquetas de la CDMX juegan un papel crucial en la forma en que caminamos, pues, a diferencia de las de otras capitales del mundo, la banqueta capitalina es el borrador de nuestra idiosincrasia nacional: la banqueta mexicana está deformada por las raíces de las jacarandas, alteradas por la necedad del vecino que ha decidido hacer la mejor rampa del mundo y, al mismo tiempo, poblada por los comercios más singulares.

 

Los paseos de un flâneur en la CDMX pueden tener motivos infinitos: hay días en que juego a buscar solo los edificios art déco, otras veces me dedico a ver y estudiar cada uno de los puestos de comida callejera; otras, solo a buscar los rótulos de negocios que han permanecido a los cambios drásticos de la ciudad.

En mi caso, el acto de caminar va estrechamente ligado a la fotografía: no puedo entender el acto de fotografiar sin el de pasear sin rumbo. Si camino, llevo mi cámara, y aunque hay veces que no la uso, tener ese objeto colgado al cuello me obliga también a observar y entender la peculiaridad del paisaje.

Caminar por la CDMX es cruzar sus fronteras imaginarias, descubrir paraísos atemporales en forma de cantinas o librerías de viejo; sí, ser un flâneur es, en parte, dedicarse a una vida solitaria, pero que nos lleva inevitablemente a desconectarnos de todo.

La CDMX nos permite imaginar que somos poetas inexpertos buscando un café con leche en Bucareli, o que somos parte de un complot internacional en tiempos de la Guerra Fría, cuya solución está escondida debajo de una mesa de La Ópera, o que vamos camino a ver a José José en El Patio, una tarde de lluvia ligera a principios de los ochenta.
No hay mejor manera de conocer una ciudad o de celebrarla que caminándola y desafiando su gran tamaño, sintiéndonos vivos, parte de una ficción que vamos inventando al paso mientras realizamos la noble y preciosa actividad de caminar sin rumbo, que, ojo, no es lo mismo que caminar sin propósito.